domingo, 14 de abril de 2024

Amantes de mis cuentos: La elegancia de mi gato

 




Mi nieta en mi cumpleaños número noventa y tantos me trajo de regalo un gato. 

Nos miramos detenidamente el minino y yo. Tiene el cuerpo cubierto de pelo, cuatro patas, un rabo y si es mamífero será porque mama. Con sus uñas muy afiladas caza y sujeta ratas y ratones. Utiliza la lengua para limpiarse y sus grandes bigotes para guiarse por la noche. Caza cuando tiene hambre. Todo eso me lo dijeron sus ojos de un azul verdoso que no sé explicar.

Al día siguiente me di cuenta que es curioso por naturaleza, que le encanta explorar y tiene una insolente capacidad: pasa durmiendo alrededor de un tercio de su vida, cuando yo padezco de insomnio. Además, busca su mayor comodidad, mi regazo. Se tiende sobre el lomo, sobre la barriga, se acurruca, se hace un ovillo. No tiene vergüenza.

Cuando se despierta, practica ejercicios gimnásticos para desperezarse, luego se acicala, y se dedica con ilimitada energía al juego: no necesita juguetes, le sirve un mosquito, su propia sombra, una hoja, una mano cariñosa que abandona para perseguir otros gatos.

Dicen que un gato es feliz cuando mantiene la cabeza hacia arriba y la cola erguida con la punta un poco doblada, que se siente seguro cuando se estira panza arriba y con las patitas al aire. Mi gato debe estar rebosante de felicidad. Está así casi todo el día. Es un exhibicionista, practica volteretas, dejándonos una sensación de envidia, atroz a mis amigos y a mí.

Según parece Víctor Hugo escribió que Dios creó al gato para ofrecer al hombre el placer de acariciar un tigre. Va y tiene razón porque mi gato me ha seducido nada más verle, hasta me rejuvenece, ha dicho mi hija. Y un amigo un poco místico que tengo en el parque me ha endilgado un discurso: adorar a un gato es como una especie de talismán espiritual. Yo no llego a tanto, sé que Minino me tiene amor felino, pero no como dueño y señor, en todo caso, soy un compañero con el que comparte su vida.

Por vez primera en mi larga vida he discutido con un amigo de la infancia, trece días mayor que yo, llegó a casa con otro gato y la consigna de que dos gatos mejor que uno. 

Díganme, con sinceridad, si no es motivo para enojarse. Y… ¿si mi gato llega a querer al otro más que a mí?

 

 

 

© Marieta Alonso Más    

domingo, 7 de abril de 2024

Amantes de mis cuentos: Mi preferida

 




Hay tantas Anunciaciones como días tiene el año. Es un decir, puede que haya muchas más, porque ha sido uno de los temas más frecuentes del arte cristiano. Que si Murillo, Botticelli, da Vinci, Caravaggio… Eso me lo contó don Anselmo, el cura de mi aldea, que se las da de sabio.

Se tuvo que quedar callado cuando le solté que ninguno de esos tíos superaba a Pancho. Sí, ese que nació en nuestra aldea con el don de la creatividad. Con papel y carboncillo te hace lo que le pidas. Me fui a buscarlo.

Y cuando le mostró el cuadro que ya quisieran muchos pintar dejó al cura con la boca abierta. Este sí que destaca el momento en el que el ángel Gabriel anuncia a María que va a ser madre de Jesús.

Y punto en boca que se lo digo yo, amenacé al de la sotana.

La verdad es que no soy de mucho rezo, pero a mi Virgen que no me la toque nadie. ¡Ya tuvo que pasarlo mal la pobre mujer! Se habla de ella en los Evangelios, en los Hechos de los Apóstoles… Y ya tiene mérito que sea la única mujer nombrada en el Corán, setenta veces nada menos.

A veces me pregunto si Ella sabía lo que se le avecinaba cuando contestó aquello de: «He aquí la esclava del Señor…».

Toda mi vida he sido pescador, y si a esa palabra se le quita la «s» pues eso también lo soy. Yo no me hablo con los santos, pero con mi Virgen estoy todo el día de parloteo. Y es que mi madre se llamaba María a secas, mis hermanas María de la Vega, María del Carmen, María del Val, María del Rosario… y mis hijas Miryam y Maryam. Y por si no lo han adivinado me llamo Mariano y cada vez que le pido algo a la madre de Jesús me lo concede. Por algo será, ¿no?

¡A callar don Anselmo!

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 31 de marzo de 2024

Amantes de mis cuentos: Regalo materno

 




No había noche en que mi madre no nos leyera a mi hermana y a mí un cuento, nos deseara dulces sueños y nos diera el beso de las buenas noches.

Gracias a ella conocí al misterioso jinete que galopaba en el poema de Robert Louis Stevenson, ese titulado: Noches ventosas; al capitán Nemo que andaba por el fondo del mar; a Tom Sawyer junto a la baranda a medio pintar; al valiente David, sereno frente a Goliat; e intenté resolver Los crímenes de la calle Morgue junto con Edgar Allan Poe. A veces me sentía como el doctor Fu Manchú recorriendo las brumosas calles de Londres. Y estoy seguro de que al Capitán Grant le hubiera gustado tenerme como hijo.

En cambio a mi hermana le gustaba Mujercitas, Heidi, Sissi emperatriz, Corazón… Lloraba leyéndolos. Yo no. Con mi espada era invencible.

Cuando llegamos a primaria ya sabíamos leer. Pasaron los años, crecimos, estudiamos una carrera y cada uno tomó un sendero diferente. Mi hermana se hizo profesora de lengua y literatura, y yo oceanógrafo. Ella sigue soñando con los Alpes suizos, con la escritora Jo, con la emperatriz… En cambio, mis ídolos siguen siendo los mayores aventureros del mundo; las ballenas, los tiburones.

Mi madre no llegó a ir a la universidad, pero los conocimientos que adquirió de sus lecturas, hizo que fuera la mejor ayudante de biblioteca de nuestro pueblo. A los niños los llevaba a lo más profundo para alcanzar luego las más altas cimas; por muy cansada que estuviera siempre tenía tiempo para abrir un libro y compartirlo.

Por eso siempre digo: 

¡Gracias mamá!

   

© Marieta Alonso Más   

domingo, 17 de marzo de 2024

Nuevo Akelarre literario nº 102: Mujer asomada a la ventana

 


Óleo de Caspar David Friedrich. Antigua Galería Nacional de Berlín. 

Esta pintura ha dado lugar a historias sobre una querida tía, una viuda, una joven curiosa y una mujer enamorada.


Pinchad en el link y disfrutad

https://www.nuevoakelarreliterario.com/mujer-asomada-a-la-ventana/ 


domingo, 10 de marzo de 2024

Amantes de mis cuentos: Un manitas

 




El abuelo Antonio sabía arreglarlo todo: colgar un cuadro, cambiar un enchufe, arreglar el televisor, pavimentar la entrada del garaje, arreglar el tejado…

Un hombre muy habilidoso, decían los vecinos, en cambio, su mujer le llamaba: «Candil de la calle y oscuridad de la casa». Pero no era cierto.

Lo que sucedía es que la lista de cosas que ella quería que hiciese, era interminable. Una mañana le arregló el bastidor de la cama antes de ir al trabajo y el lavavajillas cuando regresó. Un fin de semana le tuvo pintando toda la casa. Cada año de un color diferente. Y ya le ha dicho que hay que enladrillar el patio, construir un cobertizo, una casita de muñecas para las nietas, unos muebles de cocina que los que tienen ya están muy viejos, y una zapatera. ¡Ah! Y una caseta para todas esas herramientas que no para de comprar.

Tenía siete años cuando su padre encontró una bicicleta a la que le faltaban los pedales y los manubrios. La llevó a casa. El niño la desarmó, limpió cada pieza, y con unos cilindros que cortó a medida la dejó como nueva. Desde aquel momento fue a la escuela pedaleando, con su perro pisándole los talones, un chucho callejero que un día se le acercó y durante diez años no se separó de él. 

Su andar era lento, denotaba algo de cansancio. Con su pelo corto, se lo cortaba él mismo, una camisa de manga larga, los pantalones por debajo de la barriga y su mochila al hombro era la viva imagen de un hombre feliz.

En su mundo ningún objeto escondía misterio después de que lo hubiera desarmado. Que no le hablaran de acciones, ni de bonos del Estado, ni de inteligencia artificial con que en la caja verde hubiese dinero a fin de mes y en la caja roja no descansara ninguna factura, todo iba bien.

 

© Marieta Alonso Más

 

 

domingo, 3 de marzo de 2024

Amantes de mis cuentos: Devorado por una seta

  


Un hongo, como diría mi abuela.

Aquella mañana de noviembre amaneció lluviosa y a cada rato miraba por la ventana esperando la hora de salida para ir a mi rutina de siempre.

La hora del aperitivo debería ser sagrada. Sería buena idea, me dije, recoger firmas, llevarlas al Congreso, y presentarlas como un proyecto de Ley: La Importancia del Piscolabis.

Me acerqué a la tasca de la esquina donde el camarero, amigo mío, sin preguntar siquiera, me trajo mi ración de champiñones al ajillo, una cesta de pan y una cervecita helada.

Cerré los ojos, y al llevarme el tenedor a la boca sentí un cosquilleo en los párpados. Mi abuela, que lleva años criando malvas, apareció con su sonrisa de siempre y me recordó que las setas son apocalípticas, que unas son comestibles y otras venenosas… Incluso existían varias —y me señalaba con el índice— con efectos psicoactivos.

Decía que otras estaban cargadas de un poder sobrenatural, y en las noches de luna llena, las hadas, brujas, duendes y elfos acostumbraban a reunirse en silencio, danzando en círculos y entonando cánticos para atraer a los sapos de las charcas.

Y poniendo una voz misteriosa añadía que, al amanecer, allí donde estuviera sentado un sapo nacería una seta. Si el sapo era maligno brotaría una venenosa y si era bondadoso, comestible.

A lo lejos oí la voz de mi amigo el camarero que preguntaba si me sentía bien. No pude contestar. Mi boca había desaparecido, pero mi abuela seguía diciendo que estos pequeños seres vivos, de formas y colores llamativos, generaban sentimientos de miedo, respeto y admiración. Podían ser una peligrosa vía hacia la muerte o cura de enfermedades.

Yo no entro ni salgo en esas teorías, lo que sí sé es que de pronto me vi en un hospital asaeteado como un san Sebastián de sueros, tubos por boca y nariz, jeringuillas, vías…, y no sé si logré terminarme el aperitivo.

© Marieta Alonso Más

domingo, 25 de febrero de 2024

Amantes de mis cuentos: En mi memoria

 




Recuerdo mi primer amor. 

Tenía diez años y estábamos en cuarto de primaria. Sentí un vuelco en el corazón cuando la vi entrar el primer día de clases. Se sentó a mi lado. Se llamaba Esther. Durante tres años mi madre no tuvo necesidad de despertarme, el colegio era mi pasión. Embelesado la miraba, mudo ante su presencia. Le escribí un poema, el único que he escrito en mi vida. No volví a verla cuando terminamos sexto grado. Ella emigró a ese norte revuelto y brutal que decían mis padres. Mi amor nunca fue correspondido. Yo la tenía en mi corazón y en una foto que robé en el anuario del colegio. Soñé con ella durante toda la secundaria, la universidad, el doctorado, hasta más o menos los treinta años, cuando ocupó su lugar una joven a la que aprendí a amar, con la que me casé, con la que he tenido tres hijos maravillosos y con la que sigo unido con lazos indestructibles.

Pasaron más de cincuenta años antes de que volviera a saber de aquel mi primer amor. Una amiga de la infancia supo que había venido de visita a la isla. Su inesperado regreso me tomó por sorpresa. Hacía muchos años que no había pensado en ella. Concertamos una cita. Mi amiga no pudo venir y nos encontramos solos frente a frente.

Me sorprendió lo mayor que era, sin recordar que ella podía estar pensando lo mismo de mí. Hablamos como viejos amigos, teníamos en común tres hijos y cinco nietos.

¿Te acuerdas de esto? Y me dio una hoja amarillenta. Ni me acordaba de lo escrito, pero allí estaba mi único poema con unas rimas que daban espanto. Sentí vergüenza. Le confié que aún tenía la foto del colegio. Antes de despedirse me dijo: Gracias, por quererme. 

Y se fue.

La brisa del atardecer revolvía mis canas y decidí sentarme en el banco de madera de un parque. Algo se disipaba en mí, aquello había sido un sueño, bonito, pero sueño al fin y al cabo.

Emprendí el regreso a casa.

 

©Marieta Alonso Más